Un apunte sobre la corrupción “chilensis”
“Cuanto más corrupta una sociedad, más numerosas las leyes.”
Edward Abbey
La palabra corrupción viene del latín Corrumpere, si la descomponemos nos quedamos con cor (Corazón) y rrumpere (romper). Entonces, uno de los significantes posibles plantea la idea de romperse desde dentro.
Si partimos por esta consideración inicial, etimológica e interpretativa a la vez, los sobre-sueldos de nuestros parlamentarios fabulosamente (en el sentido de fábula) aplicados a gastos de “asesorías”, podrían indicar una lectura algo más compleja de la práctica de la corrupción. Se entiende, o se pretende entender, que la corrupción es un fenómeno que se despliega al margen de la ley, esto es, que su misma existencia resulta un insulto para la norma, que la perturba y degenera al mismo tiempo. No obstante, y esta es la idea central de este artículo, en las democracias liberales, y particularmente en Chile, la ley es el paso previo a la corrupción. Esta última se configura y se hace legítima porque hay una estructura jurídica que la sostiene. Existe ley sin corrupción más, en la actualidad, la corrupción le debe la vida a la ley.
Si nos concentramos exclusivamente en los dos millones de pesos extra que recibirán los parlamentarios chilenos, nos daremos cuenta que, en rigor, hay una ley que sostiene la asignación de esos recursos. Esa ha sido la defensa de los parlamentarios cuando se han visto apretados por la reacción social. Culpan a la ley, ella es que la permite el exceso, no “nosotros ciudadanos honorables y democráticamente elegidos que nos ajustamos al Estado de derecho vigente”. En esta línea, valga la pena apuntar que la ley, como tantas otras dimensiones sociales, esta desigualmente distribuida.
La corrupción, bajo esta óptica, no es una práctica aislada, extra-ordinaria y fuera de los márgenes jurídicos, sino que es parte del engranaje de un sistema que encuentra en la ecuación ley-corrupción-práctica, su origen legítimo y formal. Aquí no hay facticidad, ni manos negras, es la ley finalmente con toda su carga institucional quien permite el caos y la muerte de la “virtud”. Como dirían los griegos.
Los sobre-sueldos que hoy son luminosos, pirotécnicos y que alcanzan amplios niveles de repudio no son, sin embargo, algo excepcional. La política y particularmente la democracia en su afán de acabar con el caos natural de una sociedad anárquica, funda su institucionalidad sobre la base de un cuerpo legal que, entonces, favorecerá cualquier práctica para quienes gobiernan. Si aparece una no incluida en esa estructura, bueno, entonces se crea la ley que la ampare y la valide. Es por esta razón que la frase del escritor norteamericano Edward Abbey resuena fuerte si la hacemos explotar en el centro de la contingencia chilensis: “Cuanto más corrupta una sociedad, más numerosas las leyes”.
De igual forma, la gestión de leyes menores, menos públicas pero que estimulan amplias atribuciones para los políticos y que funcionan a nivel cotidiano (gastos de bencina, alimentación, viajes, secretariado, psiquiatras, etc.), dan cuenta de que la corrupción es, también, un gesto sistémico microfísico, funciona a nivel capilar y monitorea beneficios a todo orden para quienes se arrojan la representación de un pueblo.
No hay corrupción sin ley y la corrupción misma es un fenómeno interno al sistema, jamás ex-céntrico o marginal. Todos quienes están dentro de la ley sólo para ser castigados y jamás beneficiados, es probable que sigan siendo espectadores de este “mercado del templo” que es la política chilena. Injusta, escandalosa, corrupta, pero legal.
Por Javier Agüero Águila.
Sociólogo y máster en filosofía política. Actualmente cursa estudios de doctorado en filosofía en la Universidad París 8 Vincennes-Saint-Denis.